Sitio web de Miguel Ángel Fernández.

Principio 1

Piensa, es gratis

El 75 por ciento de nuestro cuerpo es agua, pero no hay que deprimirse. En la cúspide tenemos una masa blancuzca y gelatinosa cuyo peso oscila alrededor de los 1.300 gramos y a la que la naturaleza, siempre tan sabia, decidió proteger con una hermética y durísima caja, un auténtico búnker óseo. Estamos hablando de la más fascinante y poderosa máquina del universo: el cerebro humano.

A diferencia del resto de los animales que desde su origen siguen y seguirán en su estado primitivo, el actual imparable desarrollo científico, tecnológico y material, así como la hiperoferta de conocimientos, creencias, filosofías, bondades y maldades que nos envuelven, tienen su único origen en la más fascinante capacidad del cerebro humano: la de pensar.

Pensar es nuestra energía suprema, y nuestros pensamientos, ajustados a cada circunstancia, son determinantes en la conducción de nuestras vidas. Sin pensar seríamos simples vegetales; sin tratar de utilizar un mínimo de nuestra calidad pensante, puros animales. Debe de ser por ello que a quienes no ejercen esta capacidad, y cuando lo hacen sólo son capaces de desarrollar brutales instintos primarios, los calificamos como «bestias».

Ahora, cuando estamos entrando en este libro, es necesario recordar un hecho que, de tan conocido, a veces es lastimosamente olvidado. En un mundo en que el dinero es el instrumento más poderoso 25 26 para poseer y disponer, en el que prácticamente todo tiene un precio y por todo hay que pagar, la capacidad que todo lo decide, dirige y conduce, el poder de pensar, es un don natural. Todos lo poseemos y, como todo lo que procede de la naturaleza, en su origen no cuesta absolutamente nada: es gratis.

Principio 2

La suerte es el azar aprovechado

A quien no crea en el azar conviene recordarle que, desde un punto de vista matemático, todos y sin excepción somos una inconsecuencia del destino.

Por si lo dicho suena a descalificación o agravio, me explicaré: somos el resultado de una gloriosa eyaculación de nuestro padre en la que, entre cuarenta millones de espermas, uno sólo, concreto y determinado fecundó en el único y glorioso óvulo que nuestra madre, aquel mes y no otro, desprendió de entre los más-menos doscientos mil con los que inició su pubertad. El resultado de todo ello, si nos miramos al espejo, lo tenemos frente a nuestras narices: somos puro azar.

Puntualizado el origen, confieso que el azar siempre me obsesionó hasta tal punto que, siendo muy joven y leyendo al sagaz y brillante Winston Churchill, hice mía y para siempre una gigantesca frase: «La suerte es el cuidado de los detalles.» Debo reconocer que su sentencia me ayudó mucho. Hacer la llamada telefónica exacta en el momento preciso, interesarse por una cuestión concreta cuando los competidores dormían la siesta, ser infatigable hasta conseguir la precisión en lo grande y por supuesto y sin excusa en lo ínfimo, saber cuándo el dormir era descanso y cuándo se convertía en freno… aquellos mil mínimos detalles que tensan las neuronas y la acción para ofrecer más que los demás, las entendí como determinantes para conseguir eso que algunos simplifican como «tener suerte». Era el cuidado de los detalles.

Bien apuntalado Churchill en el cerebro, y puesto que este libro es mío y no suyo, decidí encontrar mi propia definición de la suerte. Y para ello la conecté con el azar, el mismo que hizo que naciéramos y el mismo que constantemente se cruza en nuestro caminar.

¿Qué es el azar? Es la conexión inesperada. Y toda conexión contiene y arrastra hechos y circunstancias que, a su vez, conectadas con las nuestras, abren nuevos espacios, posibilidades, conflictos u oportunidades.

Para tener suerte hay que estar constantemente atento y vigilante respecto al azar. Hay que tener las antenas del cerebro bien limpias y estiradas.

El azar, los realmente despiertos lo cazan al vuelo. Les basta una mirada, una sonrisa, un «¿por qué no?», la insinuación de una posibilidad para, como mínimo, contemplar la conveniencia de anudar el contacto y tal vez recorrer y aprovechar un nuevo camino o atajo, porque lo que no se prueba jamás se conoce. Los eremitas, en su soledad, no le dan la menor oportunidad al azar.

Y cuando todo ha funcionado, uno recuerda que su suerte empezó porque detectó y estiró del invisible hilo del azar.

Off the record, pienso que las principales razones del éxito y la trascendencia de Internet son porque se ha convertido en el mayor provocador de azar de la historia.


Principio 3

El triángulo del éxito: una idea, bastante olfato y mucho coraje.


Pero el éxito siempre se encuentra al final de una carrera de obstáculos repleta de exigencias, contratiempos, zancadillas e incomprensiones que hay que estar dispuesto a asumir y afrontar. La base de los podios está construida con materiales fundamentalmente humanos: tesón, esfuerzo y una inquebrantable voluntad, fraguados con la inteligencia y la sagacidad.

Imaginemos una pirámide. En su cumbre, ese vértice superior que coincide con nuestro cerebro, fijamos nuestro gran objetivo, aquello que queremos conseguir. Es una sola cosa: concreta, lineal, sin laberintos, porque la dispersión es el mejor sistema para caer golpeado y rodando hasta el duro suelo.

A veces, una vez iniciado el descenso hacia las fases del desarrollo, podemos vislumbrar nuevas perspectivas que ni sospechábamos. Cuando 30 eso ocurre, lo importante es regresar a la cumbre y cambiar nuestro vértice, tomando conciencia de que nuestra intención inicial cambió. Habrá que reprogramarse mentalmente para el nuevo objetivo, siempre uno, siempre nítido, siempre allí, desafiándonos. Las metas sólo son eso.

Iniciado el descenso, muy pronto nos encontraremos con nuestra nariz, imprescindible para husmear los ambientes propicios y los adversos de nuestro entorno competitivo. La nariz nos tiene que servir para oler tempestades, adentrarnos en las esencias humanas, detectar tufos maliciosos y percibir los, muchas veces, ocultos matices que envuelven a nuestros interlocutores.

Ese don innato y desconocido que algunos definen como «sexto sentido», posiblemente se encuentre en la nariz. No en vano, junto a los ojos para explorar y los oídos para entender, es el órgano que más próximo se encuentra al cerebro.

Por último llegamos a la base de nuestra pirámide, que a efectos de visual metáfora física situaremos exactamente a una distancia de algo más de un palmo por debajo del ombligo. Allí es donde se concentra la osadía pragmática y el tesón incombustible, aquel que no conoce más límite que el del agotamiento capaz de autoalimentarse para generar, ante las situaciones más desfallecedoras, nueva osadía pragmática y tesón incombustible.

Así se hizo y así se seguirá haciendo la historia. Todas las mujeres y hombres con dotes de liderazgo poseen este triángulo. Muchos lo ocultan pero lo practican. Otros, por su rol social o su ego, acaban mostrándolo.

Hoy, la cantidad, versatilidad y profundidad de conocimientos al alcance de muchos tiende a invertir el triángulo del éxito. En la parte superior, es decir en el cerebro, el vértice de lo concreto y simple ha quedado sustituido por una ingente cantidad de análisis, estudios, encuestas, hipótesis, macro y micromodelos, comités, subcomités y mil y un discernimientos y teorías. La visión única, aguda y erecta ha sido aplanada y muchas veces aplastada por un exceso de conocimientos que a su vez incorporan nuevas dudas, un ejercicio permanente que, entre otros fines, tiene el de mantener económicamente a sus propagadores.

Si descendemos hasta el olfato, nos encontraremos que ha sido ampliado no de forma natural, sino con numerosos filtros que más tupidos se vuelven cuanto más poder se da a los generalmente temerosos niveles medios del organigrama. El resultado es un exceso de barreras que dificulta la respiración natural, que casi siempre pasa a ser asistida.

Cuando llegamos a la base de la pirámide, es fácil observar que ésta se invirtió y sólo queda un mínimo puntito de osadía y tesón, cualidades que, en determinados ambientes, acostumbran ser socialmente entendidos como ejercicios sudorosos y malolientes y, en el mejor de los casos, como vulgares exotismos biológicos en fase de decadencia.

Piensa, es gratis. Joaquín Lorente

El del fracaso: muchas ideas, bastante olfato y cero coraje Es lógico que muchos pretendan el éxito en lo que emprenden.